









Y dijo Yahveh Dios:
“¡He aquí que el
hombre ha venido a ser como uno de nosotros
en cuanto a conocer el
bien y el mal!
Ahora, pues, cuidado,
no alargue su mano y tome también del árbol de la Vida
y comiendo de él viva
para siempre”.
Y le echó Yahveh Dios
del Jardín de Edén, para que labrase el suelo
de donde había sido
tomado.
Y habiendo expulsado
al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la
llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol
de la Vida.
(Gén.3,22-24)
Y dijo Yahveh Dios: “¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de
nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal!”
Aún en “la estatura espiritual” que
habíamos alcanzado con nuestro crecimiento en
el jardín de Edén,
no teníamos la madurez suficiente que tienen los
seres en la plenitud de la gloria en Dios. (Consideremos,
por hacer una comparación, que éramos espiritualmente como
adolescentes). Podíamos haber alcanzado la plenitud, igual
que decidieron
los seres que no pecaron, los que eligieron, simbólicamente,
el camino correcto
del primer río que lleva al país de Javilá
(Gén.2,11-12). Pero nosotros habíamos elegido desobedecer,
elegimos el camino equivocado, lo que nos trajo todos los
males que padecemos.
Sin embargo, Dios no se desentendió
de nosotros, sino que preparó el Camino de regreso por medio
de nuestro salvador Jesucristo (Gén2,13). Y aquí hemos de
empezar de nuevo, nacer a la Vida de gracia siendo como
niños, porque el que no es como un niño no entrará en el
reino de los cielos (Mc.10,15).
Dios nos protegió desde el primer
instante, para que el mal no nos dominara. Dios conoce
el bien y el mal,
y la plenitud que Él Es, rechaza todo el mal. El mal
es Muerte y Dios es la Vida. Nosotros en el jardín de Edén
conocíamos el bien, y conocíamos la prohibición de lo que sería malo para
nosotros. El
comer de lo prohibido nos hizo conocer
el mal. Fue
la intención del demonio: “Seréis como dioses conocedores
del bien y del mal”.
Pero no fuimos meros conocedores del
mal, sino que nosotros comimos de él, lo experimentamos, nos
manchamos, y perdimos la Vida. Y en este estado de confusión
y de tinieblas, Dios Padre por su gran Amor y compasión por
nosotros, nos impide comer del árbol de la Vida que está en
medio del jardín:
Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la
Vida y comiendo de él viva para siempre”.
No quiere Dios que permanezcamos en
tinieblas para siempre, lo que habría sucedido si hubiésemos
comido entonces del
árbol de la Vida, del árbol de la eternidad, el otro
árbol que está en el centro del jardín de Edén. En cambio
nos concede esta situación transitoria, este estado de
humanidad, para que recuperemos por su gracia la verdadera
Vida para toda la eternidad.
Dios
sabe que el mal está siempre acechándonos. Él, que lo
sabe y es Padre Bueno, nos ama y nos cuida como a niños
pequeños, y nos protege para que no estemos para siempre en
el mal, pues comiendo
del árbol de la
Vida desde nuestro estado de tinieblas,
permaneceríamos eternamente en la condenación del pecado.
Y pone Dios una barrera de
protección entre ambos, una separación tajante,
infranqueable por el hombre terrenal (Lc.16,26) y que sólo
traspasará el hombre espiritual que vive siendo “imagen y
semejanza de Dios”, el hombre resucitado en Cristo.
“No duerme ni descansa el guardián
de Israel” (Sal.121,4-5). Son palabras que intentan hacernos
ver que Dios está vigilante, que nos cuida. Y nosotros hemos
de estar también vigilantes sabiendo que Él nos ha dado por
su gracia, el poder elegir el camino del segundo río que
sale del jardín de Edén, el Guijón, que simbolizando los
brazos de Cristo nos llevará, a todos los que lo elijamos,
al Padre, a la plenitud en Dios.
El Padre, que es siempre
misericordioso y espera que lleguemos a Él siendo limpios;
no se acaba su misericordia aunque lo estemos rechazando con
nuestros pecados. Y es también Padre justo, rechaza la
maldad, y no admite en su gloria nada impuro. De otra forma
la gloria no sería gloria.
Es bueno tener bien claro esta
Verdad, Dios rechaza la maldad. Hoy que muchos piensan que
por ser Dios misericordioso va a admitir en la gloria eterna
a los que no hayan elegido purificarse, y lleguen manchados,
hemos de advertirles que han de salir de su error y volverse
a Cristo. La Palabra de Jesús en los Evangelios y todo el
espíritu de la Palabra en la Biblia lo deja bien claro.
Todos podemos ser salvados si nos arrepentimos de
nuestros pecados, porque Dios siempre perdona a todo el que
se arrepienta.
Es por lo que impide que comamos del
árbol de la Vida,
hasta que seamos purificados en este estado que Él
nos ha concedido. Entonces sí podremos comer del
árbol de la Vida
todos los salvados,
porque ya seremos
limpios y será Cristo quién nos lleve en sus brazos
para presentarnos al Padre (Ap.21,9).
Hoy para que veamos claro el porqué
estamos aquí, y lleguemos limpios a Él, nos lo dejó escrito
en esta revelación:
Y le echó Yahveh Dios del Jardín de Edén,
para que labrase el suelo de donde había sido tomado.
Ahora en este estado de humanidad en
el que nos encontramos, en
este suelo de donde
había sido tomado el hombre caído en las tinieblas
del pecado hemos de “trabajar” pues el enemigo está siempre
luchando para que estemos en la confusión del pecado.
Hemos
de estar alerta para quedar libres de cuanto habíamos
elegido para nosotros en nuestra desobediencia:
labrar el suelo.
Suelo, el estado de tinieblas en el que habíamos
caído cuando perdimos la Vida en la gloria de Dios. En este
suelo
podemos trabajar para ir apartando en nuestro caminar todo
lo que no sirve, lo que pueda hacernos tropezar o nos pueda
herir, todo lo que nos impida estar en Dios. Y al mismo
tiempo cuidando como se nos había dicho en el jardín de
Edén, de conservar cuanto Dios nos da, sabiendo que no
estamos solos pues por la misericordia de Dios, tenemos a
nuestro Redentor que pagó el precio de nuestra desobediencia
para traernos la Luz, y seamos por Él salvados si lo
acogemos.
Y tenemos al Espíritu Santo que nos
ilumina, guía, consuela, conforta, sana, restaura, libera,
liberta, unge, fortalece, vivifica, y nos da cuanto el Padre
le dice (Jn.16,13-15) para que podamos nacer de nuevo a la
Vida, permanecer en ella y regresar a la eternidad en Dios.
Pero cada uno tiene un momento final
para permanecer aquí, que Dios conoce. Todavía hoy estamos
expulsados del
jardín de Edén:
Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén
querubines, y la
llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol
de la Vida.
La Escritura dice lo mismo: que
todos pecaron y están
destituidos de la gloria
(Rom.3,23).
Los querubines custodian
el regreso de quienes van a entrar, porque cada uno ha de
llegar limpio. Nadie podrá entrar caprichosamente, sino
porque haya sido lavado en la sangre del Cordero (Ap.7,14).
Dios se recrea en el hombre de manos limpias y puro corazón
(Sal.24,4) en el humilde y en el sencillo que se conmueve
ante su Palabra (Is.66,2).
Y la llama de
espada vibrante es la Palabra que como
llama de
fuego, ejecuta cuanto se nos había
advertido, siempre está en movimiento, operando de
uno en uno.
Está aquí señalando el momento final,
el de la muerte, porque todos hemos de morir a este estado y
pasar por el momento determinante en el que unos se
condenarán al llegar ante la Presencia de Dios, al ver la
Luz que les hace ver toda su suciedad, su fealdad (Ap.6,16).
Y otros, los llamados, fieles y elegidos, regresarán para
resucitar a la Vida de la eternidad, comer
del árbol de la
Vida, y ser siempre en la unidad con el Padre.
Aunque
todos habíamos pecado, hay salvación para todo aquél que se
arrepienta y llegue limpio.

“Todos pecaron, a una se
corrompieron;
no hay quien ame lo bueno, no hay ni
siquiera uno.
Sepulcro abierto es su garganta; con
su lengua engañan.
Veneno de áspides hay
debajo de sus labios.
Su boca está llena de maldición y de
amargura.
Sus pies se apresuran
para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus
caminos, y no conocieron el camino de la paz, no hay temor
de Dios delante de sus ojos”.
(Rom.3,12-18)
Nos vuelven a confirmar estos
versículos lo que se ha venido revelando a través del relato
de la creación del hombre, de que toda la humanidad unida en
el pecado se alejó de la Vida en Dios.
Todos pecaron: “A
una se corrompieron”. Y cada uno pecó: “No hay quien ame
lo bueno, no hay ni siquiera
uno”.
Está refiriéndose a las tinieblas en
las que estábamos en el primer momento cuando todos habíamos
pecado. Después en la Biblia vemos que desde entonces
unos empiezan a ver reflejos de Luz, empiezan a ver
que Dios creador, dueño absoluto, que protege y ayuda, está
sobre todos. Y se nos dice que Abel busca el bien. Ya la Luz
de la promesa había tocado el corazón del hombre. Y muchos
desde los primeros tiempos a través de la historia bíblica
buscaban a Dios.
Pero
otros muchos representados en Caín no buscan la voluntad de
Dios, permanecen en las tinieblas, y son los que “no están
inscritos en el libro de la Vida” (Ap.20,15), todos aquéllos
que no han visto la Luz de la salvación (Ap.13,8), que todo
les es dado gratis, los que no han visto que Cristo vino a
salvarlos también a ellos; que Cristo vino a salvar a toda
la humanidad, a todo el que busque la Verdad, a todo el que
busque a Dios y viva en amistad con Él (Ap.21,27). Amistad
que es seguir sus mandamientos (Jn.15,14).
Y todos éstos, que “no están
inscritos en el libro de la Vida desde la creación del
mundo” (Ap.17,8), son los que nunca se han vuelto a Dios,
nunca han respondido a las muchas llamadas que Él les ha
hecho; por eso la Palabra dice: “Pero los cobardes, los
incrédulos, los abominables, los asesinos, los impíos, los
hechiceros, los idólatras, y todos los embusteros tendrán su
parte en el lago de fuego y azufre que es la Muerte segunda”
(Ap.21,8). La primera muerte es la que nos sobrevino cuando
desobedecimos el mandato de Dios en el jardín de Edén. Pero
de esta muerte sí podemos resucitar si nos acogemos a la
redención que nos trajo nuestro Señor Jesucristo (2Ti.1,10).
Y concluye la Biblia diciendo, para
todos los que no han aceptado la salvación: “Fuera los
perros, los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los
idólatras y todo aquél que ama y practica la
mentira”(Ap.22,15).
Y es que de toda la humanidad caída
en las tinieblas desde que comió del “árbol prohibido”, van
siendo salvados los que libremente elijan seguir el Camino
que Dios nos ha alumbrado (Ap.3,5). Todo el que se vuelva a
Dios estará inscrito en el libro de la Vida. Jesús nos dice
que estemos alegres porque nuestros nombres estén inscritos
en el libro de la Vida (Lc.10,20).
Qué lástima, podemos exclamar hoy
que sabemos que todos éstos que habíamos abandonando la Vida
que Dios en su Amor de Padre nos había dado, somos nosotros
mismos, y conociendo esta verdad, podamos libremente buscar
a Dios y amarlo sin límites por su gran Amor y providencia,
cuando nos creó colocándonos con infinita ternura
en el
jardín de Edén. Y por cuanto nos ha dado,
darle las gracias porque
aún cuando habíamos pecado, Él se hizo presente
a la hora de la
brisa (Gén.3,8)
antes de que oscureciera sobre nosotros, antes que se
hiciera la noche y nos perdiéramos para siempre cayendo en
la oscuridad total. Y allí nos habló por su gran
misericordia, y nos hizo caer en la cuenta de que estábamos
desnudos,
desposeídos de todos los bienes.
Éramos sólo seres espirituales que
voluntariamente nos acercamos a comer de lo prohibido. Cada
uno pecó, como hemos visto, y según esta recopilación del
apóstol Pablo en la carta a los romanos. No se transmitió el
pecado involuntariamente “por contagio”,
ni por herencia, aunque por tradición así lo hayamos
creído, sino que cada uno miró, vio que era apetecible para
comer y comió de ello. Y envueltos en el placer del pecado
unos invitan a los demás,
que aceptan libremente olvidando el mandamiento que
Dios Padre en su Amor nos había dado. Y
todos pecaron.
Porque todos habíamos pecado, vuelve
a decir Pablo: “Todos
pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,
siendo justificados gratuitamente por gracia, mediante la
redención que es en Jesucristo” (Rom.3,23-24).
Y las Escrituras siguen hablando de
ello, por ejemplo, en Ezequiel: “El alma que
pecare esa morirá; el hijo no llevará el pecado del
padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia
del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre
él” (Ez.18,20).
Y aunque se haya entendido hasta
ahora que
habíamos heredado el pecado de un primer hombre, de un solo
hombre, y por este motivo muchos no lo hayan creído por no
entenderlo, hoy esta revelación, “La Verdad de la Creación
en el Génesis”, nos lo aclara y nos hace ver la verdad de
nuestro origen.
Es lo que dice el apóstol Pablo: “Él creó de un solo principio todo el
linaje humano” (Hc.17,26). No dice que creó a un solo
hombre.
Tengamos en cuenta que
quien pecó fue nuestro espíritu. Y que nuestro espíritu fue
rescatado de las tinieblas por el soplo de Dios que nos
infundió el alma, pura y limpia porque viene de Dios.
Y en nuestra condición pecadora,
tampoco hemos mantenido
limpia nuestra alma, porque seguimos pecando; sin
embargo, Cristo que nos llama al arrepentimiento, nos sigue
perdonando cuando nos volvemos a Él, y nuestra alma vuelve a
estar limpia por su perdón.
En nuestro principio como seres
espirituales, y ahora como seres terrenales, cada pecado es
por la propia decisión de cada uno.
Además, si como hemos creído hasta
ahora, hubiese sido Adán un único ser, un hombre solo,
habría dado únicamente a su descendencia el cuerpo, como
vemos que sucede aquí generación tras generación, pero no
transmitiría nunca el alma. El alma es un soplo de Dios y se
nos da en estado puro porque viene de Dios (Gén.2,7).
Por eso sería imposible que un
hombre solo transmitiera el pecado a toda la humanidad. “El
alma que pecare esa morirá” (Ez.18,4). Aunque sí es cierto
que unos podemos influenciar en otros y que así otros
pequen, pero sería siempre por la decisión de cada uno, como
se dice en este mismo relato de nuestra caída en el pecado,
cuando la mujer invita al marido.
Había un refrán que el pueblo
repetía:”Los padres comieron uvas agrias y los hijos sufren
dentera”. Y el Señor los corrige diciéndoles que no
repitieran más ese refrán, porque cada cual morirá por su
propia maldad (Jer.31,29) (Ez.18,2-3). Dios es perfectamente
justo e infinitamente misericordioso.
De todos los seres creados igual que
nosotros en el jardín de Edén, sólo pecamos nosotros. Sólo
la humanidad pecó. Los otros no pecaron. (Hemos visto en el
primer tema, “El Jardín de Edén”, que los que eligieron
seguir obedientes a los planes de Dios, siguieron el camino
del primer río que los llevaba más cerca de Dios,
al “país de Javilá”).
Y a todos los que habíamos pecado se
nos dio por gracia, el poder ser humanidad. Y tenemos este
estado en camino de retorno al Padre, para todo el que se
deje llenar de la Luz y camine en unidad con Cristo.
Después de
esto podemos entender mejor el sentido de este otro
versículo de la carta a los romanos: “Por tanto, como
por un solo hombre entró el pecado en el mundo
y por el pecado la muerte, así la muerte alcanzó a
todos los hombres por cuanto
todos pecaron” (Rom.5,12). Dice por
un solo hombre, o sea
sólo por la humanidad.
No
dice por una sola
mujer, que fue literalmente (conforme dice este mismo
relato) la primera que comió del fruto del “árbol de la
ciencia del bien y del mal”. Así podemos entender mejor que
no está hablando de una sola persona.
Lo que sí está diferenciando es que
entre todos los seres creados por Dios en el jardín de Edén,
sólo la humanidad pecó: el colectivo humano, como hemos
visto hasta aquí y se continúa en el resto de este relato
sobre nuestro principio.
Por esto continúa diciendo el
apóstol Pablo: “Y así la muerte alcanzó a todos los hombres
por cuanto todos pecaron”.
Dios no condena a unos por el pecado de otros. Cada uno peca
haciendo uso de su libertad.
De esta forma se nos quiere hacer
ver cómo se inició una humanidad pecadora a la que
Jesucristo justifica (Rom.5,18).
Y así estamos en una lucha para no
dejarnos ganar por el pecado sino resucitar con Cristo:
“Porque sabemos que toda la creación gime
a una con dolores de
parto hasta ahora” (Rom.8,22). Y todo nos sucede porque el
hombre, la humanidad, hizo “el suelo maldito por su causa”
(Gén. 3,17).
(Quiero hacer constar que cuanto
este libro está aclarando no es producto de un estudio, sino
que nos ha sido dado por revelación. La humanidad va abocada
a la confusión, y Dios nuestro Señor derrama su Luz para que
nos volvamos a la Verdad).
Es de vital importancia entender
esto, pues los hombres, generación tras generación, se
preguntan el porqué suceden los males en esta humanidad. El
mundo necesita entender lo que Dios nos está haciendo ver
hoy. Así muchos comprenderán que todo nos ha sobrevenido por
decisión nuestra, de cada uno. Y Dios sumamente paciente con
nosotros, Dios que es Amor, nos está ayudando constantemente
a que salgamos de las tinieblas y busquemos su Luz. Pero
sigue respetando el libre albedrío de cada uno.
El hombre en su confusión hace lo
malo, y Dios que se lo permite, también permite a los
elementos que manifiesten las consecuencias de esa maldad,
con el fin de que el hombre distinga el bien y el mal.
Él dio el dominio al hombre sobre
todo lo creado para el hombre. Y ese dominio o autoridad, el
hombre puede emplearlo para bien y ser a imagen y semejanza
de Dios, o emplearlo para obrar con maldad. Y eso influye en
la creación sometida al dominio del hombre.
Pero cuando se da cuenta de su
situación y clama a Dios, Él le responde (Jer.33,3). Y
entonces puede
entender que lo bueno viene de Dios y así volver al camino
de salvación. Es el ejemplo de los discípulos con Jesús en
la barca cuando se desencadenó una fuerte tempestad y
temieron perecer. Entonces clamaron a Jesús, Él mandó sobre
el mar y el viento y sobrevino una gran calma (Mat.8,24).
Así, como en una barca, está en general la humanidad.
Cuando el hombre no clama a Dios,
queda como un barco que pierde el norte porque se queda sin
rumbo y navega a la deriva expuesto a todas las adversidades
(Rom.1). Sin embargo Dios siempre lo está cuidando. Por
esto, desde el principio le iba diciendo: “Esto sí harás,
esto no harás”, que era la Ley. No podía el hombre entender
más.
Y cuando llegó el momento de esta
humanidad empezar a madurar, se cumplió la promesa, que
existía desde el primer instante en que el hombre pecó. Y
Cristo se hizo presente siendo como uno de nosotros, menos
en el pecado, trayéndonos la Luz (Heb.4,5), para unirnos
todos en Él por su gracia, en el Amor.

“Y vosotros seréis reunidos de uno
en uno, hijos de Israel.
Aquel día se tocará un cuerno
grande, y vendrán los perdidos de la tierra de Asur y los
dispersos por tierra de Egipto,
y adorarán a Yahveh en el
monte santo de Jerusalén”. (Is.27,12-13)
Dios
siempre cuida de nosotros desde que nos creó en Edén, y en
el mismo instante en que lo abandonamos, “el Espíritu de
Dios aleteaba sobre las aguas” (Gén.1,2). Y después Dios
pactó con su pueblo la antigua alianza, que el pueblo no
respetó. Entonces, pactó una nueva alianza, el Nuevo
Testamento, para la realización de la promesa por la que
unidos a Cristo, por el Espíritu Santo, seamos dirigidos
directamente por Dios.
Los siguientes versículos de la
carta a los hebreos nos aclaran que hay una diferencia entre
aquella antigua alianza fundamentada en los mandamientos, en
la Ley (cuando a pesar de que ya existía la promesa de la
redención, el hombre no veía) y la nueva alianza,
manifestada en Jesucristo. Así se confirma lo que desde el
principio estaba ya anunciado:
“He aquí que vienen días, dice el
Señor, en que estableceré con la casa de Israel
y la casa de Judá
una nueva alianza;
no como la alianza que hice con sus
padres el día que los tomé de la mano
para sacarlos de la
tierra de Egipto,
porque ellos no permanecieron en mi
alianza,
y yo me
desentendí de ellos, dice el Señor”.
(Hb.8,8-9)
Los hombres que recibieron la antigua
alianza no hab-
ían visto la Luz de Cristo, que nos
ilumina la mente, el corazón, para que lo conozcamos y cada
uno se deje guiar por Él, para lo que nos ha dejado su
Espíritu Santo.
Así que después de la antigua alianza
o el antiguo pacto, llegó el momento en que la promesa se
manifestó, enviando Dios a su Hijo para que redimiese a esta
humanidad que antes sólo sabía que habría de caminar bajo la
dirección de la Ley (Gál. 4,4-5).
Y sigue la carta a los hebreos
explicando la nueva
alianza por la que Cristo nos trae la
libertad, para no ser esclavos del pecado ni de la ley,
(Gál.3,10) sino que con el poder y la fuerza del Espíritu
Santo vivamos en la plenitud que Él nos da:
“Por lo cual, esta es la alianza que
haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el
Señor:
pondré mis leyes en la mente de
ellos, y sobre su corazón las escribiré y seré para ellos
Dios,
y ellos serán para mí mi pueblo.
Ninguno enseñará a su prójimo, ni
ninguno a su hermano, diciendo:
“Conoce al Señor”, porque todos me
conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos,
porque seré propicio a sus
injusticias, y nunca más me acordaré
de sus pecados y de sus iniquidades”.
(Heb.8,10-12)
“Al decir: nueva alianza, ha dado por
vieja a la primera, y lo que se da por viejo y se envejece,
está próximo a desaparecer” (Heb.8,13).
Jesús que vino a redimirnos hizo que
la Ley se cumpliera. Nadie pudo ni podría nunca por sí mismo
cumplir la Ley, por la condición pecadora de todos nosotros.
Él si pudo cumplirla pues no tuvo pecado: fue obediente al
Padre en todo, y en Él fuimos justificados.
Y al cumplir la Ley nos liberó del
peso de la Ley, de tal forma, que los seguidores de Cristo
están por encima de la Ley. Y es que el Cristo vivo en
nosotros ya la ha cumplido por nosotros. Él estableció la
Ley del Amor que es superior a la Ley de la disciplina
comprendida en los mandamientos, dada por la dureza del
corazón del hombre (Mc.10,5).
El Amor de Cristo en nosotros hace
que no estemos limitados a la Ley sino que el Amor lleva
implícitos en sí todos los mandamientos. Quien ama
con el Amor de Dios no falta a ningún mandamiento,
sin que por ello su vida esté pendiente de cumplirlos,
porque el Amor que desborda supera lo que la Ley exige.
Y quien así vive no falta a la Ley.
El hombre redimido está pendiente del Amor, se goza en
Cristo, es libre y ama a los demás. Por esto la Verdad nos
hará libres siempre (Jn.8,32). Esto supone una vida muy
diferente, por la plenitud del Amor que es alegría y gozo en
Cristo.
Dios no anula la Ley sino que ya está
cumplida en Cristo. Quien viva en Cristo se acoge a esta
gracia y Cristo en él lo lleva a la libertad (Jn.8,36). En
cambio quien trasgrede la Ley no está en Cristo y quien
falte a uno solo de los mandamientos falta a toda la Ley
(Stg.2,10).
Cristo
vino a rescatarnos
a todos los que nos habíamos aunado por una causa
destructora, como uno solo,
como un colectivo inmerso en el pecado que nos llevó a la
división y a la muerte.
Y hoy, como consecuencia, padecemos
los males que vemos se dan semejantes por familias. Pablo
habla de las familias no sólo en la Tierra sino también en
el cielo (Ef.3,15). Y a los que vivimos en Cristo,
conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios
(Ef.2,19).
Considerando que cada uno carga con
su propia culpa, que no hereda el hijo la culpa de sus
padres (Dt,24,16), es como puede tener sentido la oración
por los llamados males intergeneracionales, que no nos
suceden por herencia como muchos habían creído, sino que son
consecuencia de la misma complicidad entre los más próximos
(en el primer pecado que nos alejó del “jardín de Edén”).
Ello nos ha acarreado también males de caracteres similares.
No envía Dios los males, pero sí, respetando nuestra
libertad, los permite porque así podemos distinguir y
aprender que el pecado nos quita los bienes de Dios, la Vida
en plenitud.
Y Cristo vino a rescatarnos, porque
quiere reunirnos en uno solo
(Jn.11,51-52) para que seamos uno en Él. Esta vez unidos en
el Amor en la resurrección con Cristo:
“Para que todos sean uno; como tú,
oh Padre, en mí, y yo en ti,
que también ellos
sean uno en nosotros
para que el mundo
crea que tú me enviaste.
La gloria que me diste, yo les he
dado, para que sean uno,
así como nosotros
somos uno.
Yo en ellos, y tú en mí,
para que sean
perfectamente uno,
para que el mundo conozca que tú me
enviaste, y que los has amado a ellos
como también a mí me
has amado”.
(Jn.17,21-23)
Y como fruto de la muerte y
resurrección de Cristo, el Espíritu Santo comienza a
restaurar la unidad deshecha por esta humanidad dividida por
el pecado; el pueblo de los que “a una se corrompieron”
(Rom.3-12) empieza a unirse en Cristo. Y la presencia del
Espíritu Santo se hace presente en la primera Iglesia
cristiana, de tal forma que el poder del Espíritu Santo se
manifiesta y todos tenían un solo corazón, y una sola alma
(Hc.4,32).
Ése fue el principio de la Iglesia de
Cristo, que ha de seguir luchando en medio de las tinieblas,
tomada de su mano (Ap.1,26) para que se cumpla este momento
glorioso que anuncia la carta a los hebreos en el que
ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano,
diciendo: “Conoce al Señor”, porque todos lo conocerán. Ése
es el objetivo, la meta.
Hoy la Iglesia aún habrá de cumplir
la misión de llevar a los hombres a conocer al Señor, a
buscarlo cada uno desde la intimidad de su aposento, a
entender que hemos de “obedecer a Dios y no a los hombres”
(Hc.5,29). Hemos de obedecer a Cristo, seguir a Cristo, a su
Evangelio, como ha sido revelado ya a las siete iglesias en
el Apocalipsis, y explicado en “La Verdad del Apocalipsis”,
que nos advierte para que no cometamos nosotros los errores
que se dan en aquellas siete iglesias. Y habla a los
desengañados, a los atribulados, a los desorientados, a los
idólatras, a los desanimados, a los acomodados y a los
autosuficientes. El pueblo ha de aprender a entregar el
control a Cristo, que hace que sus iglesias sean perfectas,
para que su Iglesia pueda ser perfecta. Dios es el que toma
el control de todo.
Dios es maravilloso y nos espera para
colmarnos de su gracia. Conoce y comprende nuestras luchas,
y nuestro anhelo por vivir en Él. Y su Amor infinito,
misericordia y providencia, nos prepara una Vida de mayor
gloria que la que perdimos cuando abandonamos “el jardín de
Edén” en donde estábamos en un estado de crecimiento hacia
la plenitud en Dios. Así que el profeta nos anunciaba que
“la gloria postrera será mayor que la primera”
(Hag.2,9).
Y por su infinito Amor y misericordia
por nosotros, comenzó Dios una creación nueva preparada para
el hombre, que sumido en
caos y confusión y
oscuridad, (Gén.1,1) no ha sido abandonado por Dios
sino que desde el principio, su Espíritu ha estado siempre
sobre él. Son las palabras con las que comienza la creación.




